“El París del Continente Americano” es en lo que el presidente Porfirio Díaz quería convertir a la Ciudad de México a finales del siglo 18 (no se rían); pero a inicios del 20, cuando ahí la llevaba, se le atravesó la Revolución Mexicana y (evidentemente) no pudo culminar su obra.
Así, los chilangos tenemos herencias porfirianas que tardaron varias décadas para ser terminadas o que se modificaron sobre la marcha. Conozcamos algunas de ellas.
En 1904, Díaz mandó a construir un nuevo e imponente Teatro Nacional con el fin de conmemorar el centenario de la Independencia en 1910.
Así que el 12 de abril de 1905, el presidente Díaz acudió a colocar la primera piedra de este edificio que, según lo planeado, tardaría cuatro años en ser construido; sin embargo, se terminó hasta 30 años después (ya desde ese entonces, eso de hacer las obras rápidamente no se nos daba).
El encargado inicial del diseño fue el arquitecto italiano Adamo Boari, quien mezcló estilos Art Nouveau y Art Decó; pero tras el estallido de la Revolución en 1910, viajó de regreso a Europa.
Debido a todos los cambios políticos, económicos y sociales que vivió México en la etapa posrevolucionaria, la obra estuvo interrumpida durante años hasta que, en 1930, el presidente Pascual Ortiz Rubio la retomó y le encargó al arquitecto Federico E. Mariscal (que había sido alumno de Boari) que la terminara.
Estos cambios de arquitectos y de épocas hicieron que el inmueble adquiriera una mezcla de estilos que, aunque los chilangos están orgullosos de ella, no sea necesariamente la más cordial (y por eso prefieren decir que su estilo es “ecléctico”).
Finalmente, casi 19 años después de la muerte de Díaz, se inauguró el 10 de marzo de 1934 con el nombre de Palacio de Bellas Artes.
Una de las razones para construir un nuevo Teatro Nacional fue que, con el fin de crear una especie de eje que conectara el Zócalo con el Paseo de la Reforma, se demolió el antiguo Teatro Nacional que estaba en la calle 5 de Mayo a la altura de lo que hoy es Bolivar.
Y el final de ese gran camino, que pasaba por Bellas Artes, sería un elegante Palacio Legislativo en donde el Congreso pudiera sesionar a todo lujo, por lo que se encomendó al arquitecto francés Emile Bernard la construcción de un edificio al estilo francés con columnas de mármol y una gran cúpula en la parte superior.
El 23 de septiembre de 1910, Díaz acudió a colocar la primera piedra de la nueva obra, pero la Revolución –sí, de nuevo- hizo que se suspendieran las obras por ahí de 1912.
Para ese entonces, ya se había avanzado en la estructura de hierro y en levantar la gran cúpula, además de que ya estaban listas algunas de las esculturas que se habían mandado a hacer para decorar el recinto y que después se aprovecharon para diseñar y decorar otros lugares de la ciudad, como el Monumento a la Raza, donde se colocó el águila que decorara originalmente la cúpula, y los leones de la Puerta de Chapultepec, que originalmente se colocarían a la entrada del Palacio Legislativo.
Después de permanecer abandonado y de que se pensaron docenas de cosas que se podían hacer con esa obra, se decidió demolerla a inicios de la década de los años 30; pero en 1933 llegó el arquitecto mexicano Carlos Obregón Santacilia a proponer que se aprovechara esa cúpula para construir con ella un Monumento a la Revolución, el cual se inauguró en 1938.
Aunque no fue un proyecto que inició Díaz, sí fue él quien detectó que se podía transformar en un elegante paseo al estilo europeo, como los Campos Elíseos de París, o como los que se estaban creando en ciudades de Estados Unidos, como Washington.
Así que emprendió una remodelación exhaustiva de banquetas y calles, se crearon elegantes colonias a sus orillas, como la Juárez y la Cuauhtémoc (sí, eran elegantes antes de ser hipsters) y se diseñaron diversas glorietas para decorarla y conmemorar a diferentes próceres de la historia de México.
Se inauguró el Monumento a Cuauhtémoc en 1887 y tiempo después la “Glorieta a Colón”; por cierto, unas de las esculturas que se colocaron a la entrada del Paseo de la Reforma fueron dos gigantescas que representaban a los tlatoanis mexicas Itzcóatl y Ahuízotl, las cuales después fueron retiradas y hoy son conocidas como “los indios verdes”.
El mayor monumento fue la Columna a la Independencia (o “el Ángel” para los cuates), la cual sí fue inaugurada por Díaz el 16 de septiembre de 1910, luego de que colocara la primera piedra en 1902 y de que volvieran a empezar la obra en 1906 porque no estaba quedando bien.
El proyecto de Díaz era colocar a lo largo del Paseo monumentos que narraran la historia de México, lo cual no cumplen, por ejemplo, la Diana Cazadora o la Palma; además, la idea era que a los lados se construyeran grandes residencias y no privilegiar la actividad comercial (mucho menos se pensaba en esos años en grandes corporativos de decenas de pisos) se perdió en la década de los 40.
Así que estas son tres de las herencias de Porfirio Díaz que él no alcanzó a ver cómo quedaron finalmente.
¿Conoces alguna otra obra inconclusa de Díaz?
También lee: