El
graffiti y el stencil quieren apropiarse de un territorio. El tag resignifica el laberinto de calles, y -en ocasiones-
marca los límites del barrio, le otorga identidad a una zona que carece de
atractivo y modifica la relación de los peatones con el paisaje urbano. El
objetivo varía: grabar las iniciales de la banda, reclamo político, provocación y el impacto estético.
La
ciudad adquiere un rostro diferente: perfila sus rasgos con el trazo de
la pintura en aerosol. Basta pensar en metrópolis como Berlín o Nueva York,
traspasadas por el imaginario del graffiti, para darse cuenta de los procesos
que posee la urbe para organizar sus límites y designar a sus antagonistas. La
amenaza de la policía, esa presencia ubicua y represora, es casi intrínseca a
la naturaleza del graffiti. Sólo así alcanza a legitimarse como un tipo de
escritura marginal y liberadora.
La
eterna discusión: ¿es arte o no es arte? Depende del graffiti y del esténcil.
No cualquier manchón de pintura en un muro posee la expresividad estética suficiente. Lo
que es cierto es que la ley no distingue: obra de vagos y pandillas, dicen, y
pintan de blanco los edificios de la ciudad. Mientras tanto, los graffiteros,
pertrechados en la esquina de las avenidas, preparan con anticipo su siguiente
trabajo.