Jesse Fisher, lector empedernido, camina rumbo a la lavandería esquivando gente en las calles de Nueva York. Con la mano izquierda sostiene un libro que lee, mientras que con la otra lleva al hombro un costal de ropa sucia. Al llegar, basta un descuido para que alguien le robe las prendas; el libro (del cual no alcanzamos a saber su título) —intacto— queda abierto boca abajo. Esta es una de las primeras escenas de la película Liberal Arts, que va sobre la pasión por la lectura y sus implicaciones en las perspectivas de vida.

Aquella imagen me llamó la atención porque de donde provengo la lectura no es algo masivo, además de que las calles de mi pequeña ciudad son angostas, con baches, desniveles y un montón de defectos que pareciera que en lugar de caminar sorteas el nivel de un videojuego. Tal vez por ello en mi círculo se romantizaba la idea de leer en espacios idílicos: sala cómoda con música clásica de fondo, un café silencioso, alguna biblioteca como la Vasconcelos, la Nacional de Argentina o la pública de NY…, todo aquello que vimos en las películas y que compramos como el “deber ser”.

En una ocasión alguien me dijo: “Hace tiempo te vi leer mientras caminabas, me pareció súper interesante, pensé que eras una persona inteligente”. De inteligente poco, porque aquella persona no sabía que a los pocos metros pisé una caca que me hizo tropezar y caer sobre ella, para colmo pasaba cerca de una secundaria a la hora de la salida, lo que provocó las risas de un montón de adolescentes. Desde entonces descarté la idea de leer en andanzas, hasta que la dinámica de la gran CDMX, más que hacerme cambiar de opinión, me orilló a ello.

Una ciudad que lee de pie

Las primeras semanas en la ciudad, como buen provinciano, muchas cosas llamaron mi atención, pero la mayor fue la cantidad de lectores públicos que descubrí. Con este término me refiero a quienes leen mientras caminan, en el Metrobús, microbús, metro, espacios abiertos como parques o filas de espera. En mi cabeza fui coleccionando imágenes, curiosidades e ideas sobre aquellos adolescentes, hombres, mujeres y adultos mayores que clavaban su mirada en las palabras como si nada más importara.

CIUDAD DE MÉXICO, 28FEBRERO2016.- Un hombre lee plácidamente acostado sobre un cartón y su refresco en la calle Xicoténcatl, en el Centro Histórico. FOTO: MOISÉS PABLO /CUARTOSCURO.COM

Camino al trabajo recorro un largo camellón transitado por corredores, personas con sus mascotas, familias junto a sus hijos e hijas y quienes deprisa van hacia el trabajo o a alguna cita. Es ancho y rodeado de árboles y grandes edificios, solo interrumpido cada 50 metros por el paso de vehículos. Allí identifiqué a tres lectores constantes: una chica que la encuentro en el mismo punto a las 7:40 horas, lee libros de sagas juveniles y es tan voraz que cada semana le veo un título distinto; una enfermera que se sienta sobre una banca afuera de un café y cuyo último libro (pirata, se nota) es el de Emma y las otras señoras del narco”, de Anabel Hernández; su mirada de asombro provoca leerlo más que cualquier reseña. El último es un hombre de alrededor de 40 años que pasea por las tardes a dos perros de raza fina mientras lee un libro pequeño, imposible de saber cuál es sin importar lo mucho que me acerque, afine la vista o busque el ángulo ideal.

Solía recorrer ese camellón intentando familiarizarme con sus perímetros y ramificaciones, qué negocio hay aquí, a dónde me lleva aquella calle, cuidadoso de los autos, motociclistas y ciclistas que no piensan sino en sí mismos. ¿Leer en esas condiciones? ¡Ni pensarlo!, aseveración que pronto sucumbió ante un libro que moría por iniciar y que nomás no encontraba el momento justo para hacerlo. Así que como Jesse Fischer y tantos otros lectores de a pie comencé, primero con miedo, a leer unas pocas líneas y a intermitencias mirar el entorno. Cuán agradable fue sentir que todo desaparecía y mi atención estaba por completo en la historia. Poco a poco me he unido a tantos otros lectores chilangos que leemos apretados en el metro, sudando y arrugando las páginas, sujetando los libros con fuerza como si de un hijo se tratara, corriendo para llegar a nuestros destinos, disipando la ansiedad y enojo por el tráfico o los malos días, a punta de paisajes, personajes y tramas que nos abrazan, alegran y cobijan.

Hace poco en Twitter se volvió viral un tuit de un tipo que pretendía burlarse de un hombre que leía en la fila del cine. Las cosas no salieron como lo esperaba y una legión de internautas se fueron contra él defendiendo al lector que de tan absorto seguro ni cuenta se dio de la situación. En México parece que quienes leemos seguimos siendo considerados especímenes raros, más en la inmensidad de la CDMX donde la vida pasa mientras la recorremos, leer crea un contrapeso a la vorágine.

Poco a poco, a través de esta columna sobre libros en Chilango, compartiré aquellas posibilidades de gozo y curiosidad para los amantes de los libros. Aquí nos leemos, a pie o como mejor prefieran.