Colonia Popotla, 2022
Somos una familia disfuncional y amorosa, como cualquiera de esta megaurbe. Somos una jauría; seis perros y dos humanos. Dos cocker, dos airedale terrier, dos mestizos. Un macho y una hembra de cada raza, tres y tres. Todo en equilibrio. El otro humano se llama Luz. Hace más de quince años que somos amigos. Ella es abogada. Nadie ha sido tan generoso conmigo en la vida. Garibaldi tiene 12 años, Barrabás 7, Lestat 14, Zoé 12, Jorge 10, Cachorroloko 3. Luz y yo nacimos en 1978. Ocho humores encerrados en un depa, dentro de un barrio popular, que se asoma a la avenida Mariano Escobedo.
Garibaldi es mi maestra de la paciencia. A nadie quiero de esa forma, a nadie en la vida le he gritado tanto. Es el amor de mis muertos hecho perra. Es Yoda, Virgilio que me acompaña a ese lugar profundo y autodestructivo en el que estoy. Mi bisonte volador, mi bro, mi compa, mi valedora. Tengo amor y apego por ella. Es mi mecha para escribir. Tiene lastimados el codo y la cadera, padece hipotiroidismo, tiene problemas en el corazón y ha perdido la vista de un ojo. Isolda Sautto le sacó un tumor gigante y la matriz.
Pero nada le hace perder el gusto por estar en la ventana ladrándoles a todos los escuincles que se atreven a interrumpir su preciado silencio. Le gusta contemplar el mundo y para ello se acuesta de ranita y coloca su cabeza, tiernamente, entre sus patas. Algo de su sabiduría me recuerda a Borges, algo de su bravura me trae la imagen del Púas Olivares, de Cuauhtémoc Blanco, de los que nunca se dan por vencidos. Es berrinchuda como Charles Barkley, y chaparrita, corpulenta y genial como Maradona.
Barrabás es tierno, sereno; sus ojos enormes resaltan entre todo su oscuro y abundante pelaje. Gente ha detenido su auto para admirarlo. Es leal y divertido. Es el perro con más misiones en este hogar. Da giros de felicidad antes de subir al elevador y sonríe como sólo saben hacer los perros. Le gusta oler a las mujeres. Camina rápido, obedece y sabe esperar afuera de la tienda sin necesidad de correa. Cuando la ira me muerde y exploto, todos los perros salen huyendo menos él. Me mira con una compasión profunda, como si sintiera lástima de verme tan herido por tan poco. Es negro, como Aída, la cocker que Adamo Boari inmortalizó en la fachada de Bellas Artes. Su negrura es la parte tierna de la noche.
Ciudad Rabia, 1709
Esta ciudad en la que vivo fue sembrada en un terreno lleno de nopales repletos de tunas; verdes, rojas, púrpuras. Tunas que se pudrieron al sol, porque ningún carroñero las quiso comer. De ahí nacemos todos los que aquí habitamos; los 50,000 blancos, los 8 mil indígenas y los 40 mil negros y mulatos. Todos provenimos de semillas de tunas. También los perros, por eso son tantos, a veces creo que más que personas. Aunque lo que más hay son moscas. Aunque a veces creo que hay más aromas que moscas. Ayer dijeron que quieren matar a todos los perros, que no quede ni uno vivo en la ciudad. Aquí no había rabia; la epidemia comenzó en enero.
La culpable de esta enfermedad de muchos es Sirio, la estrella más importante de la constelación del Can mayor, la estrella que más brilla vista desde la Tierra, y que cada que ladra lanza largas lenguas de fuego que hacen que surja la canícula. Por eso los perros están como locos, atacan y lanzan espumarajos. Atacan hasta la locura de la muerte, porque yo he visto a unos que aprietan las mandíbulas mucho, y no les importan los palos, las patadas, no sueltan a la presa, a veces ni estando muertos. También ha muerto ganado mayor y menor. La gente saca a sus muertos y los abandona en la calle, como si fueran perros, y los cuerpos de los canes se hinchan en las acequias, y flotan, y sus vapores hacen que la rabia se expanda.
Ayer fue 30 de abril y pregonaron, frente al portal de las flores, que se debe matar a todos los perros de la ciudad. Que harán unos grandes agujeros allá por los albarradones para enterrarlos y que se hagan polvo, con todo y su enfermedad, y algunos hoy han matado a sus perros y salen llorando, y los dejan en la calle, aunque ya les dijeron que habrá una multa de diez pesos para el que los abandone, porque los de las carretas no pueden con tanto cuerpo. Quién sabe qué suceda mañana, hoy todos les están rezando a Santa Quiteria y Santa Rita. El manto indescriptible de la madrugada nos abraza, se siguen escuchando ladridos.
Popotla, 2022
Lestat tiene catorce años y un corazón generoso al que le gusta jugar. Su pelaje es grisáceo, muy raro en su raza. Padece displasia de cadera, síndrome de cauda equina y espondilolistesis. Su masa muscular ha disminuido en los últimos años, lo que provoca que su espina dorsal se marque cada vez más. A veces quiere que le aviente el balón de básquet, le gusta perseguirlo y cazarlo en el aire. Luz no sabe lanzarlo así, Les le ladra para reclamarle. A veces, cuando le interesa nuestro desayuno, lleva alguno de sus juguetes, un pulpo y un perro de peluche, y nos los lanza como si estuviera dando su parte de un trueque. No hay un perro más chido, valiente ni bravo en varios barrios a la redonda.
Si Lestat fuera humano, se parecería a Wolf Rubinsky. Sería un güey cabrón para los madrazos y generoso con sus amigos. Todas las mujeres querrían acostarse con él. Hace un año estaba echado mientras comíamos; su cuerpo comenzó a convulsionarse, Luz lo llevó de inmediato al doctor. Le retiraron un tumor y el bazo, estuvo una noche en el hospital, regresó en la tarde, durmió cansado, y a las cinco de la mañana, como es su costumbre, comenzó a ladrar, exigiendo salir a su paseo. Cuando me ve triste viene a sentarse frente a mí y me mira largo rato con sus grandes ojos, que parecen conocer muchos secretos que yo nunca comprenderé, y me ladra luego, y me golpea la mano con su pata y acerca su cabeza para que me distraiga acariciándolo, para que la tristeza se vaya a la chingada.
Zoé es la verdadero líder de la manada, aunque les da chance a Garibaldi y a Lestat de que crean que ellos mandan. Sus ojos son redondos, oscuros y hablan claramente. Padece displasia de cadera desde hace mucho, casi toda su vida. Ella es quien más esconde las pastillas en sus cachetes y luego las escupe en alguna parte de la casa. Cuando el resto de la manada nos está pidiendo comida durante el desayuno, ella ladra desde el cuarto más lejano a la mesa, como si algo grave estuviera sucediendo, y los otros cinco perros corren a ver qué sucede. Zoé entonces aprovecha para venir con nosotros y pedir comida. A veces no le gusta que la toques ni que pases cerca de ella, a veces hace ruidos para que alguien la acaricie, a veces llega contenta, contoneándose toda, y me llena de besos, besos que duran horas.
Ciudad Muerte, siglo XVIII
La noche no es igual para todos en estas calles. Unos están en su hogar, con la barriga llena y durmiendo como si fueran celestiales. Otros no logran descansar por culpa de tanto ladrido. Otros están jugando en un lugar clandestino, otros le rezan a su dios y practican ritos aprovechando la oscuridad, unos más buscan el modo de entrar a alguna casa para robarla y vender las cosas en el Baratillo, otros se entregan al placer que brinda restregar el cuerpo contra los del mismo sexo, otros cuidan las calles, y unos más no amanecerán.
No hay nada peor que ser sereno, pero para algunos es la única forma de asegurar la comida. Paso frente a ellos mirándolos de reojo; son ocho. Camino por este empedrado desigual, que es abatido por las ruedas de los autos y los cascos de las bestias. Los serenos una vez se comportaron como nosotros, eran de los nuestros. Vagos sin oficio, dedicados al juego y al vicio, a cantar canciones prohibidas, y ahora son capaces de matarnos, como matan a los perros. Ahora van a formarse para recibir su aceite todos los días, encienden su farola y toman con bravura su palo de encino o su chuzo. Se colocan el capotón azul y caminan desanimados.
A esta hora todos duermen, los comerciantes de los portales de Mercaderes descansan donde trabajan, el aire huele a pedos y sueño ajeno, a lo lejos se oye que alguien toca la guitarra, gritos del entusiasmo que solo el alcohol es capaz de otorgar. Los serenos avanzan en la noche, unos tristes, porque no encuentran razón para hacer lo que les piden, y otros caminan fríos, ajenos, como pensando que a quién chingados le importa la vida de un perro.
Esta ciudad huele a mierda. A mierda humana, porque lo más natural es cagar al aire libre, donde a uno le den ganas, y mearse donde también se mean los perros. Esta ciudad huele a caca de vaca, de caballo, de bueyes, de mulas y burros, de cerdos, de gallinas, patos, guajolotes y otras aves. Huele a carne y sangre; aquí, cerca de la Gran Plaza, huele a los veinte mil que diario pasan por ella. Huele a pulque y huele a pato y ajolote cocinado, huele a carbón quemado, huele a la manteca de las velas, huele a ocote y a las hojas que se queman en el sahumerio, huele a la basura que se amontona en las esquinas, huele a esa exigencia que tienen los serenos de al menos matar un perro cada noche, huele a los putos cuatro pesos que valen cien perros muertos para ellos.
En esta ciudad, si alguien quiere ofenderte te dice negro o mulato; a los negros les dicen perros o bozales. En esta ciudad, cuando las pulquerías cierran la gente se va a las plazas públicas a seguir bebiendo. La iglesia se queja de que los perros cogen al aire libre, a cualquier hora y a la vista de todos, y que a todos se les antoja, a niños y jóvenes y a los adultos también. Tienen a un perrero para que estos animales no entren a sus templos, un tipo con un látigo que ahuyenta a estas bestias de la salvación que otorga el señor. Yo veo más espiritualidad en un perro que en un templo o en un cura católico.
Los cuerpos de los perros, ensangrentados, guangos, sin vida, se apilan afuera del edifico del Ayuntamiento. A veces los retiran hasta las nueve de la mañana. Cosme de Mier, oidor y superintendente, cuenta a las víctimas junto al escribano policía. Los perros son el enemigo público número uno.
Camino y miro una fogata. Largas lenguas de fuego apuntan al cielo; un mueble se quema y solo una vieja lo mira, seguro tiene frío. Se acercan algunos perros, unos se acurrucan en derredor y otros ladran, como advirtiendo presencias en la lumbre.
Popotla, 2022
Yo no soy buen dueño, compañero, amigo o camarada de los perros. Si no me creen, pregúntenle a Cachorroloko. Le he gritado un chingo de veces de forma horrible por cosas insignificantes: porque se come la única comida que tengo en el día, porque se come mis audífonos de tres mil baros, porque se traga mis tenis, mis libros, y por un rato creí que era un asunto personal.
Y Cachorro sabe todo de mí, que me peleo con las señoras que se atreven a patearlos o pegarles con sus carros del mandado, con los pendejos que nos avientan la bici o el auto cuando vamos pasando, con los que me sugieren que no levanto la caca de mis perros, y me lanzo a discutir y ella, Cachorroloko, se hace pequeña al oírme elevar la voz. Luz la rescató poco tiempo después de rescatarme a mí. Luz la encontró en una jardinera, Zoé se la mostró. Estaba acurrucada y casi sin respirar, con un trapo que no le cubría ni madres de su flaco cuerpo. Quién sabe cuánto llevaba en la calle, quién sabe de dónde venía.
Para mí los perros tienen virtudes budistas y Cachorroloko es mi maestra del desapego; todo el tiempo me está enseñando que nada es tan importante y menos personal, que todo se va, también el enojo y lo mierda que podemos llegar a ser.
Jorge tiene una prótesis en el ojo. Es el más discreto de todos. El más berrinchudo, se mea en todos lados por cualquier cosa. No le gusta comer en otro plato que no sea el suyo. Si quiere decirte que está enojado contigo, se mea en tus cosas. Luz lo encontró en el parque. Tuvo leptospirosis. Parece que lo golpearon y perdió los dientes. Es un güey valiente que nunca se ha sentido menos por sus carencias; se la pasa en el cuarto de Luz, gozando de lo generosa que ha sido la vida con él.
Todos los miércoles llega Elena, su terapeuta, y enloquecen los seis perros, le brincan encima y la asaltan. Ladran, los vecinos deben odiarnos. A veces abren su mochila para bajarle los premios. Parece que todos se graduaron en malas mañas en un reclusorio, la extorsionan sentimentalmente. Ella se ríe y dice que con nadie se divierte más. Les decimos que son un sindicato. El Sindicato de Perros Anarquistas, el SPA. Somos una jauría, un mismo corazón compartiendo espacio en uno de los barrios más viejos de la ciudad.