Ser diferentes nos hace humanos, pero, ¿qué pasa cuando esas ‘diferencias’ te hacen perder tu libertad y dudar de quién eres? Hace 83 años, Bronislaw Zajbert tuvo que dejar atrás su infancia debido a la invasión alemana detonada por la guerra. A la corta edad de seis años fue enviado junto con su familia —y miles de judíos que habitaban la ciudad— al gueto de Lodz para realizar trabajos forzados. Sus memorias han quedado guardadas en Mi nombre es Broni, libro que logró concretar junto con su familia.
Hace algunos días nos recibió en su pastelería, un acogedor espacio que inició junto con su querida esposa. Rodeados por el dulce aroma de la mantequilla, nos platicó acerca de los difíciles años que vivió privado de su libertad, con una constante incertidumbre respecto al presente y con la única alegría de poder ver nuevamente a sus padres. Te presentamos a Broni, un sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial.
Broni, un sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial
Los primeros años de su vida transcurrieron con la calma que todos los niños deberían de tener, ya saben, con padres amorosos, amigos y juegos. “Mi primera infancia, hasta los 6 años, fue una infancia feliz como cualquier niño, pero cambió en 1939 con la invasión alemana a Polonia”, platica.
El conflicto bélico estaba en curso, seis días después llegaron a Lodz, ciudad en la que habitaba y de inmediato comenzaron las estrictas leyes que cuartearon su libertad. Con voz entrecortada añade que lo más duro fue saberse diferente ante los otros, aún cuando él no sentía esta diferencia:
“Todos teníamos que portar una estrella amarilla para diferenciarnos. Yo no entendía qué estaba pasando. Ya iba a la escuela, pero nunca sentía una diferencia y de repente me dicen ‘tú seguirás siendo el mismo, pero eres diferente de otras personas’. Fue un impacto muy fuerte, yo era el mismo con los mismos dedos, los mismos ojos, la misma nariz, los mismos amigos ¿cuál era mi diferencia? Dicen que a fuerza de golpes entiendes y a través de leyes más discriminatorias fui aprendiendo esta diferencia”.
Así comenzaron las absurdas leyes que segregaba a la comunidad judía. Pronto perdieron sus trabajos, posesiones, hasta el derecho de transitar libremente la calle ya que eran considerados inferiores. “Fue una realización muy triste, ¿por qué era diferente? Yo nunca lo entendí. A pesar de todo, nunca me sentí inferior. Para ellos así lo era, pero en mi forma de ser yo seguía siendo el mismo, el mismo bueno, malo, como fuera, pero no cambié”. A finales de 1939 el gueto de Lodz estuvo listo para albergar a los judíos y gitanos que realizarían trabajos forzados durante los siguientes años.
El fin de la inocencia a manos de la guerra
Los guetos eran distritos urbanos con en condiciones deplorables —inhumanas y miserables—donde los alemanes recluyeron a los judíos que no eran enviados a los campos de concentración. “Agarraron la parte más fea de la ciudad, la más sucia y la rodearon con alambre de púas y tablas de madera. Para abril de 1940 todos lo judíos de la ciudad se tienen que ir para allá”. Su madre logró escabullirse para llevar de contrabando algunas cosas al lugar donde vivirían, mientras que Broni cerró su infancia al despojarse de su canario.
“Fue un momento muy triste porque era la primera cosa mía, que consideraba mía, que me quitaron. Yo tenía que entregarlo, con su jaulita, despedirme de él”. El golpe fue muy doloroso, ese canario formaba parte él. En algún punto, incluso, le dijeron que terminando el conflicto lo tendría de vuelta. Pensaban que la invasión no duraría demasiado y esto fue un placebo para que Broni se desprendiera del canario. “Primero me quitan mi única posesión, luego me acorralan y me quitan mi libertad”.
El departamento lo compartían con desconocidos y cada familia habitaba un cuarto diferente. Al llegar a Lodz tenía 6 años, por lo que de inicio se quedaba calladito en el cuarto cuidando de su hermano que apenas era un bebé. “Lo que más esperaba es que mis padres regresaran. Ya no podía actuar, ni pensar, ni ser yo”. En los guetos se obligaba a las personas a realizar trabajos forzados, de lunes a viernes, en alguna fábrica que sirviera a los alemanes. A cambio se otorgaba una tarjeta para cambiar por una ración raquítica de alimentos.
“Mi papá logró falsificar mis papeles para que pudiera trabajar y tener una ración más de comida. Cuando empiezo a trabajar en 1942 salgo como ellos en la mañana y regreso en las noches. Ahí lo único que quiero es regresar, dormir y descansar. Nos juntábamos en el cuarto para comer algo que lograba hacer mi mamá que por lo general era agua llamada sopa con padecería. Ni teníamos juguetes, ni ganas de jugar, lo único que queríamos era llegar a dormir hasta el día siguiente que tenías que ir a trabajar”.
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Guetos: campos de esclavización alemana
El gueto de Lodz funcionó aproximadamente cuatro años, fue uno de los que más tiempo duró debido a su productividad. La rutina se convirtió en constante angustia, mientras que la fuerza para actuar era el ímpetu de sobrevivir para volver a ver a su familia.
“Toda la existencia era difícil. Hambre, frío, falta de ropa adecuada, falta de espacio para jugar… todo era muy difícil. Sobre todo al inicio, ver que mis papás se iban en las mañanas sin tener la seguridad de si ellos iban a regresar. El miedo de quedarnos solos. Una situación así acaba con los sueños de un niño. De repente te das cuenta que nada de lo que soñabas no va a suceder”.
Para 1944 los alemanes comenzaron a disminuir la población del gueto llevándolos a campos de concentración, por lo que Broni y su familia tuvieron que esconderse para no ser atrapados. “Huimos con otros a una cabaña abandonada y ahí pasamos tres días sin comida, ni agua”. ¿De qué se agarra uno ante tal adversidad? “El gusto de estar un día más como familia, ver que estábamos los cuatro nos hacía seguir adelante, no sabíamos a qué. Pensábamos que eso se tenía que acabar algún día y ojalá estuviéramos ahí para verlo”. Según nos platica, ninguna fe religiosa fue tan grande como el amor por su familia, eso era lo único por lo que luchaban.
Aunque los judíos del gueto se encontraban totalmente aislados, los rumores de un posible fin de la guerra eran cada vez más sonados. “Ahora sí ya pronto se va a acabar”. El 19 de enero de 1945 llegó la tan ansiada fecha: “Escuchamos gritos de ‘¡Estamos libres! ¡Salgan! Nosotros creímos que era un truco de los alemanes para encontrar a los que quedábamos en el gueto. Mi papá salió a ver y ya vio que eran otros judíos, habían llegado los rusos, los polacos. Todo el mundo estaba feliz”.
Adiós, Polonia — ¡Hola, Latinoamérica!
Lo primero fue la impresión “Hubo besos y abrazos, yo me desmayé. Lo siguiente que supe es que mis papás me estaban frotando nieve en la cara”. Claro, imagínense el shock de saber que sigues vivo y recuperas tu libertad. Posteriormente vino la incertidumbre de saber que no tenían un plan, todo lo que habían construido antes de la guerra se había desvanecido.
“Regresamos a mi casa, donde vivíamos antes, el portero polaco era el mismo. Entramos y no había nada, pero mi papá se encargó de que no nos faltara nada, así que fue a su antiguo trabajo”.
Su estancia en Polonia fue corta, tras los horrores de la guerra lo más conveniente era comenzar en algún lugar nuevo. “Nos mudamos a Caracas, era uno de los lugares que ofrecían asilo después de la guerra. Ni siquiera sabíamos bien dónde quedaba, mucho menos del país. Pero nos fuimos. Dejamos todo atrás para comenzar de nuevo”. Broni llegó a estudiar la secundaria sin conocer el idioma, con un clima completamente diferente, sin amigos…como una libreta en blanco lista para ser llenada.
“Aquí adopté el nombre de Broni porque nadie podía pronunciar el mío”.
Latinoamérica le mostró una cara mucho más amable a lo vivido anteriormente, viajó por diferentes países, estudió en Estados Unidos y finalmente, gracias a un flechazo de cupido, terminó en Ciudad de México horneando pasteles.
“Yo había ido y venido por muchos lugares, ella era de México, comenzamos a salir y a recorrer su ciudad. Decidí mudarme aquí porque ella tenía toda su vida aquí, no le iba a pedir que la dejara”.
Pastelería Hannah
En 1999 abrieron Pastelería Hannah, el sueño de su esposa Zina. Broni no sabía de comida, pero ella era un as de la repostería.
“Abrimos pensando en las cosas que le gustaba comer, ella era diabética entonces siempre cuidamos el tema del azúcar. Todo lo que se vende son sus recetas, sus pasteles, sus galletas y no tienen azúcar añadida. Solo una pequeña esquina tiene pasteles normales, pero lo que se vende más son sus recetas para diabéticos”.
Hace algunos años su esposa falleció, quedándose a cargo de este rincón dulce junto con sus nietas. Su pastel favorito es el de chocolate, nos platica mientras nos enseña los postres de la vitrina.
“Nunca imaginé que tendría una pastelería y que sería en México, tampoco que escribiría un libro a mis 89 años, y aquí estamos, viviendo”.
Quizás la suerte le mostró la peor de sus caras a Broni, pero no hay mal que dure cien años, hoy sonríe rodeado de amor y del sueño de la mexicana que más amó.
Puedes seguir a Pastelería Hannah en: Instagram y Facebook. Y también puedes echarle un ojito a su página web, donde podrás ordenar en línea.
Dónde: Avenida Colonia Del Valle #535, Ciudad de México
Cuándo: Lunes a viernes de 11:00 a 19:30 h y sábados de 11:00 a 18:00 h
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