Todo empezó como es común: un mar de gente en los alrededores del teatro, filas para todo, la clásica; “¿te faltan o te sobran?” No hubo tamales oficiales, pero sí tazas y playeras. Una vez dentro nada fue común. Jónsi y Sigur Rós tomaron la noche entre sus manos y de ahí todo fue una inmersión hacia lugares desconocidos. Un viaje lleno de estallidos musicales, luces y una belleza tan intensa que por momentos abrumaba.
Aparecieron entre un juego de luces que parecían luciérnagas y el teatro se sacudió en cuanto abrieron –súper puntuales— con “Svefn-g-englar”. Los primeros acordes de una canción que no tocaban en vivo desde 2013, mezclados con esa voz-maullido que acaricia y desgarra por igual, prendieron algo en quienes abarrotaron el Metropólitan.
El primer set, aunque bellísimo suele sentirse más “oscuro”; es mucho más delicado, gélido y con la fragilidad poderosa que los caracteriza. Canciones como “Vaka”, “Fyrsta” y “Gold 2” –nuevo tema que estrenaron durante la presentación— fueron algunas de las rolas que sonaron en la primera parte.
La complejidad de lo perfecto
Con ellas demostraron que su sonido, a pesar de ser etiquetado como Ambient, Postrock y Rock Psicodélico sigue resultando inclasificable, además de calar profundo aunque sean interpretadas en un idioma tan ajeno y distinto.
No en vano, la banda ha sido descrita muchas veces como una de las más extrañas del planeta; cuyos sonidos sencillamente no parecen de este mundo debido a que son complejas y pecualiares; pese a ello, quien escucha parece conocerlos desde siempre.
La primera parte se asemejó al difícil recorrido que hemos hecho desde 2020: las luces del escenario y de su sonido se hizo oscuridad y desesperación que no han sido ajenos para nadie. Cerraron con “Heysátan“, llegó el intermedio y, por un momento, volvimos a la realidad.